Seseña se ha convertido en uno de los símbolos de la crisis española. La imagen del Quiñón, el faraónico proyecto – instigado por el empresario megalómano Paco “El Pocero” – de construcción de más de diez mil viviendas en el sur de Madrid y que quedó inacabado por el pinchazo de la burbuja inmobiliaria en 2008, dio la vuelta al mundo. Decenas de periodistas y artistas acudieron fascinados por ese objeto insólito: la ciudad “fantasma” nació de sus miradas. Sin embargo, lejos de este cliché, el Quiñón se va llenando poco a poco.
Para los que compran sobre plano las viviendas construidas en los años 2000, la zona residencial “Francisco Hernando”, el nombre verdadero de Paco “El Pocero”, edificada en la localidad del Quiñón, en el municipio de Seseña, es una buena oportunidad para convertirse en propietarios. Los precios de los pisos, su superficie, la calidad de las construcciones, las comodidades prometidas representan ventajas importantes. La ubicación – a media hora al sur de Madrid, a medio camino del centro urbano de Seseña Viejo, la ciudad antigua reconstruida después de la guerra civil, y del otro núcleo residencial de Seseña Nuevo – presagia un ideal de pequeña ciudad en el campo, con todos los beneficios de la proximidad a Madrid. El Quiñón es para una parte de la clase media la promesa de una vida “de barrio” en medio de las colinas; es una promesa de espacio, de seguridad y quietud para los que sufren las consecuencias de las malas condiciones de la vivienda en la capital, del aumento de los alquileres, de la ausencia de zonas de aparcamiento gratis. Siempre y cuando sus recursos lo permitan, ellos aspiran a otra cosa.
Sin embargo, el urbanismo que promueve “El Pocero” propone una quietud que huele a gases de escape. En teoría, se suponía que la ciudad iba a contar con numerosos servicios que la harían “autónoma”. Pero el inicio de la crisis frenó su construcción y detuvo la llegada de los habitantes: el proyecto de construcción de 13.000 viviendas para 40.000 personas se suspendió en 2008, con solo una tercera parte del proyecto edificada. Aunque los servicios de proximidad instalados en las plantas bajas de los edificios tuvieran como objetivo limitar los desplazamientos, la ubicación del Quiñón, en el área periurbana de Madrid, lo destinaba de antemano a ser una ciudad dormitorio, el punto de partida de idas y vueltas cotidianas hacia la capital o las otras ciudades y centros industriales de su periferia. Ciudad carente de centro, al que le sustituye un parque, el Quiñón es una invitación a vivir con el motor del coche siempre encendido. Si bien es una lógica común a todas las zonas periféricas de las grandes ciudades, parece que en el Quiñón la oda al coche alcanza niveles inéditos. Las inmensas avenidas de estilo americano invitan al desfile de carrocerías, y los únicos monumentos están instalados en las rotondas. La nueva ciudad se sitúa cerca de unas vastas zonas de aparcamiento, de garajes, desguaces y depósitos llenos de maquinarias, y también cerca de un gran cementerio de neumáticos que, después de haberse quemado en 2016, ha dejado una inmensa mancha negra, el recuerdo de una gigantesca columna de humo que se veía desde Madrid y ataques de tos difíciles de olvidar. Además, la autovía A-4 y la autopista R-4 bordean el Quiñón. Ambas son ejes radiales que vinculan a Madrid con el Sur de España, pero están mal conectadas con el Quiñón, que no cuenta con un enlace viario. Hace ya varios años, asimismo, que el tren no para en La Estación que es otro núcleo urbano del territorio de Seseña. El Quiñón se sitúa en un intersticio del territorio definido por grandes ejes de circulación que se organizan de manera radial en torno a la capital y con los cuales carece de conexión. Espacio de tránsito, ciudad cercada, es también una zona de frontera administrativa entre las autonomías de Castilla-La Mancha y de Madrid; una zona de transición donde la atracción de la capital se mantiene fuerte pero donde la lógica radial deja emerger nuevos núcleos periurbanos.
La quietud del Quiñón, con el ruido de los motores como música de fondo, nos remite a un territorio tan abierto como cerrado. La “ciudad” constituye en efecto una especie de islote separado de todo pero abierto a lo infinito. La quietud del Quiñón, argumento que invocan incesantemente los habitantes para explicar las razones de su instalación, no es el silencio, ya que es constante el ruido lejano de las autopistas y de la línea de alta tensión. Se trata de ese espacio sin fin, de ese amplio horizonte disponible a la mirada: una perspectiva de tonos ocres que contrasta con el verde y el azul del parque con su césped regado, su fuente, como un oasis en medio del desierto al que uno puede ir a pasear el perro y dejar correr a los niños hasta que se cansen. El espacio y el horizonte como formas de libertad. Esa inmensidad abierta, no obstante, contrasta con el tipo de urbanismo elegido, más bien encerrado en sí mismo. Si bien existen varios tipos de edificios, los más comunes son los bloques cerrados, en forma de rectángulo. Adentro, piscinas y terrenos de deporte están reservados a los residentes. Se necesita para entrar una tarjeta de acceso. Como ocurre a muchas otras ciudades, el urbanismo del Quiñón promueve una sociabilidad protegida.
Desde su origen, el descomunal proyecto del excéntrico empresario Paco “El Pocero” sembró dudas sobre su legalidad. El acceso al agua, la desviación de la línea de alta tensión y la recalificación de los terrenos fueron temas polémicos y dieron lugar a juicios, algunos de los cuales siguen pendientes. Las acusaciones de corrupción de representantes se multiplicaron y a todas luces, la planificación urbana dejaba mucho que desear. Sin embargo, en los años 2000, en plena euforia del crédito fácil, en una España que construye un promedio de 600 000 viviendas al año – lo mismo que Francia y Alemania juntas –, las numerosas señales que anuncian la formación de una burbuja no son suficientes para frenar la carrera enloquecida de la especulación que había sido preparada por la desregulación de los años 1990 y la creciente financiarización de la economía. Después del pinchazo de la burbuja en 2008, el país sale con agujetas del frenesí inmobiliario. El Quiñón pasa a ser un símbolo de ello. De ahí en adelante periodistas y artistas acudirán sin descanso a este sitio, fascinados por ese extraño lugar donde las carreteras a medio construir bordean los cimientos abandonados de las torres y donde los edificios totalmente vacíos alternan con otros en los que se adivina la endeble presencia de siluetas por las macetas o las banderas colgadas en sus balcones, discretas señales de vida en el sinfín de postigos cerrados. Esa estética de baldío y de ruina al revés, metáfora de una civilización decadente, opera como un argumento a favor de la redención económica a la cual los españoles son invitados. Esas imágenes hacen del Quiñón una ciudad “fantasma”. Sin embargo, parece que esa ciudad fantasmal les conviene a los 4000 espectros que la pueblan en 2008: están ahí porque lo han elegido y no todos parecen arrepentirse.
Hubiera sido preciso conocer las expectativas, las preocupaciones y las condiciones de vida anteriores a su instalación en el Quiñón para entender los sentimientos y las impresiones de los habitantes. Muy al contrario, se empleó un discurso clasista para hablar de ellos, ya que fueron presentados como los que pagaron el pato de esa gigantesca crisis económica. La zona residencial de Francisco Hernando nunca fue una ciudad “fantasma”. Más allá de la imagen estereotipada de un urbanismo grandilocuente y de esas figuritas humanas en medio de un océano de ladrillos, se ha desarrollado una vida social y con ella un sentimiento de pertenencia[1]. En el bar Pinchos y Tapas de la calle Zurbarán, se puede comer una hamburguesa “Seseña”. Existe un club de fútbol, con su propio estadio. La ciudad es joven, y los jóvenes están felices y orgullosos de vivir allí, de poder aparcar sus coches sin problema, de ser propietarios. Pareciera que la imagen negativa proyectada por los medios acarreó un reforzamiento de los vínculos entre los habitantes y favoreció la construcción de una identidad colectiva fundada en el orgullo de un lugar de vida que representa, al fin y al cabo, un verdadero deseo para una parte de la población española.
El desfase entre la percepción de los habitantes del Quiñón y la imagen producida por los medios es considerable y cuestiona nuestro enfoque. En el Quiñón creyeron que éramos periodistas, y esto no fue muy halagador. Los discursos y las imágenes estereotipados habían ocultado tanto la diversidad como la complejidad de la relación que mantienen los habitantes con su territorio. Por todo esto habría que averiguar en qué medida nosotros heredamos esas percepciones reductoras. Acaso caímos en un espejismo. Acaso somos los únicos en considerar el Quiñón como un espacio deshabitado y no como una ciudad “fantasma”, en ver esas construcciones inacabadas y ese urbanismo desproporcionado como una especie de “complejo turístico fuera de temporada”, como Atlanterra en la costa andaluza, lugar que visitamos al comienzo de nuestro viaje[2].
Sin embargo, si definimos el deshabitar como una forma singular del habitar en la cual se trata de compensar el desfase entre las capacidades de las construcciones colectivas que forman una unidad y sus usos reales – su ocupación por ejemplo –, no cabe duda: El Quiñón es un lugar deshabitado donde el desfase entre la comunidad, el número de habitantes y el espacio construido para acogerlos es evidente. Y donde la llegada de nuevos habitantes podría poner fin a esa distorsión. Es cierto que, a diferencia de Atlanterra, el deshabitar del Quiñón no es un habitar estacional, aunque se alquilen muchos pisos temporalmente: es sobre todo un habitar “fijo” en la desmesura. Un número reducido de habitantes en un espacio construido para muchos más. En realidad, desde un punto de vista teórico, El Quiñón podría representar una forma de antítesis del abandono de núcleos rurales provocado por el éxodo hacia los centros urbanos: no es una edificación antigua que se vacía sino una edificación nueva que tarda en llenarse para formar una especie de pueblo nuevo. Pareciera entonces que el estallido de la crisis en 2008 inventó una nueva forma de deshabitar. Una población concentrada verticalmente, sola y joven en medio de una ciudad nueva e inmensa en vez de una población sola y anciana en construcciones antiguas, horizontales y de tamaño reducido. Sin embargo, al revés de los proyectos de repoblación de los pueblos rurales abandonados, la probabilidad de que se vayan equilibrando el número de habitantes y las construcciones destinadas a ellos es alta.
En 2008, había unos 4000 habitantes en El Quiñón con edificios previstos para 15 000. Desde 2011, con la autorización de venta de los pisos desocupados provocada por el cambio de color político del ayuntamiento y, sobre todo, con la recuperación económica, se disparan las ventas y los alquileres. A pesar de la corrupción, los escándalos y la imagen negativa, El Quiñón representa todavía una oportunidad para muchos, una buena inversión para el futuro, una aspiración o un ideal de vida.
De nada han servido las lecciones de la crisis económica. Se impuso la política del hecho consumado. La llegada de nuevos habitantes, de servicios y comercios, la posible reapertura de la estación de trenes, la progresiva “normalización” de la situación podrían acabar dándole la razón a Paco “El Pocero”. Unas 10.000 personas viven hoy en día en El Quiñón y el proyecto en curso del Parquijote supone la construcción de 3500 nuevas viviendas en el territorio de Seseña[3].
Notas bibliográficas
Bibliografía
-CHIRBES, Rafael, Crematorio, Barcelona, Anagrama, 2007.
– COUDROY DE LILLE, Laurent, VAZ Céline, VORMS, Charlotte, (dir.), L’urbanisme espagnol depuis les années 1970. La ville, la démocratie et le marché, Rennes, Presses Universitaires de Rennes, 2013.
– DE TOCQUEVILLE, Aude, Atlas de las ciudades perdidas, Barcelona, Geoplaneta, 2015.
-DOMÍNGUEZ, Iñigo, « Seseña, orgullo del ladrillo », El País Semanal, 2 de marzo de 2016.
-MANJAVACAS, Fidel , « Luz verde a Parquijote: el pelotazo inmobiliario vuelve a Seseña », eldiario.es, 2 de febrero de 2018.
-POIRAUDEAU, Anthony, Projet el Pocero. Dans une ville fantôme de la crise espagnole, Paris, éditions inculte, 2013.
-RAVELLI, Quentin, « Le charme du ladrillo. Une histoire de briques au cœur de la crise espagnole », Vacarmes, 63, p. 142-161.
-RAVELLI, Quentin, Les briques rouges : logement, dettes et luttes sociales en Espagne, Paris, éditions Amsterdam, 2017.
-UGALDE, Ruth, RAMÓN, Alejandra, El Pocero de Seseña, Barcelona, Debate, 2007.
-RAVELLI, Quentin, Bricks, Francia, Production Survivance, 90 min. [Documental]
Manel