Nuestro viaje se acaba en un pueblo situado a 1300 metros de altura en los Prepirineos catalanes. A partir de 1976, año en que se marcha el último habitante, el pueblo de Solanell quedó abandonado. Sin embargo, desde que el arquitecto Saül Garreta compró una gran parte de las ruinas en el 2000 y se creó una cooperativa para tratar de reanimar el lugar, el ruido de las maquinarias de construcción perturba el silencio en el que estaba sumergido el pueblo. Solanell vuelve a estar habitado.
Solanell es un fin del mundo. Desde Castellbó se estiran 6 kilómetros de pista tortuosa. Luego se acaba el camino. Ahí está Solanell. Después empieza la montaña. El pueblo se sitúa a no más de 25 kilómetros de La Seu d’Urgell y a 10 kilómetros a vuelo de pájaro de Andorra y sus 8 millones de visitantes al año. Pese a esa proximidad, en Solanell reina una extraña impresión de aislamiento. Por el acceso, desde luego. Por su quietud también: de noche se vislumbran sólo dos luces tenues en el horizonte, que recuerdan lo que dice el narrador de La lucecita, la novela de Antonio Moresco:
“He venido aquí para desaparecer, en esta aldea abandonada y desierta de la que soy el único habitante. […] Ni rastro de vida humana. Sólo cuando la oscuridad se hace aún más densa y empiezan a iluminarse las primeras estrellas, al otro lado de esta estrecha garganta cortada a plomo, en un trecho más llano de la cresta de enfrente, hundido entre los bosques como una silla de montar, cada noche, cada noche, siempre a la misma hora, de repente se enciende una lucecita.”[1]
Durante toda la novela, el narrador se interroga sobre el origen de esta luz. En Solanell hay menos misterio: esos dos brillos en la oscuridad vienen del pueblo de Vilamitjana, a unos diez kilómetros del otro lado del valle.
La tranquilidad de Solanell radica también en su silencio. Un silencio relativo, sin embargo: el pueblo difícilmente podría aspirar a figurar en la lista hecha por el especialista en acústica Gordon Hempton de los territorios más silenciosos del mundo, ya que los aviones sobrevuelan frecuentemente esa zona de media montaña. Encima, desde que un arquitecto de Tarragona se enamoró de ese pueblo en ruinas y decidió poblarlo de nuevo, resuenan en Solanell los ruidos de las maquinarias de construcción.
Desde 1976 ya no vivía nadie en el pueblo. O casi nadie: un hombre solo, del que las lenguas viperinas decían que había estado preso y que se escondía de la policía, se había quedado ahí durante unos diez años, viviendo en una especie de cabaña que había construido. Nadie más. En el año 2000, Saül Garreta compra una gran parte de Solanell y crea una cooperativa para tratar de reanimar el pueblo. Hoy en día, hay agua corriente, electricidad, unas cinco o seis casas rehabilitadas, el refugio Gall Negre y muchos proyectos en marcha… Y también está Enric, el único residente permanente.
Enric es de Barcelona. Después de ver un reportaje televisivo en el que el arquitecto tarraconense hablaba de su proyecto, decidió instalarse en el pueblo. Cuando se le pregunta por sus motivaciones, responde que le gustó inmediatamente Solanell, la belleza de sus ruinas, su luminosidad, el color de sus piedras, sus misterios. Enric admite también que lo que más ama es la quietud que le ofrece la soledad. Le gusta quedarse solo durante varias semanas. No obstante, está en el pueblo para facilitar una progresiva repoblación, para incitar a la gente a seguirlo. Es un tanto paradójico: lo atrajeron las ruinas pero se dedica a la reconstrucción.
De hecho, aunque la repoblación siga limitada, la reconstrucción va avanzando rápidamente. Muchas personas trataron de instalarse pero al final se quedaron poco tiempo. Además, no siempre es fácil el funcionamiento de la cooperativa, ya que los perfiles, las expectativas y los recursos de los miembros son muy variados. El cultivo de la patata y de las cereales, imprescindible fuente de ingresos cuando el pueblo, en su época de prosperidad de los siglos XVII y XVIII, congregaba a unos 200 habitantes, hoy no atrae a nadie que lo quiera reactivar. Si bien los inviernos son menos duros que los de antaño y Solanell, como indica su nombre, se ubica en la solana, o sea la ladera soleada de la montaña, el mayor problema es otro. El problema es el trabajo. La Seu d’Urgell, cuya industrialización había provocado el paulatino abandono de Solanell a lo largo del siglo XX, sigue siendo una ciudad proveedora de empleos demasiado lejana para ir a ella a diario. Por eso en Solanell se especula sobre las posibilidades que puede ofrecer el teletrabajo.
Por ahora las casas rehabilitadas son sobre todo residencias secundarias. Flora, que fue la última en nacer en el pueblo y se marchó a los siete años a vivir en la ciudad, es de las pocas personas que disfrutan de una casa secundaria en Solanell: ahora que está jubilada, en cuanto puede, vuelve a pasar algunos días en el pueblo de su infancia. Solanell ya no está abandonado y se ha mantenido la continuidad con los habitantes anteriores. Solo el tiempo nos dirá si el lugar se reanima de verdad y si las figuras humanas grabadas en una piedra en las alturas del pueblo siguen siendo o no los únicos habitantes que velan en el valle y vigilan las dos lucecitas que se destacan en la noche.
Notas bibliográficas
Bibliografía
-CORTADELLAS, Xavier, PUJADÓ, Judit (coord.), Els pobles perduts. 30 indrets oblidats de Catalunya, La Bisbal d’Empordà, Edicions Sidillà, 2012.
– CORTADELLAS, Xavier, PUJADÓ, Judit (coord.), Els pobles oblidats. Una vall i 29 viles abandonades de Catalunya, La Bisbal d’Empordà, Edicions Sidillà, 2014.
– HEMPTON, Gordon, One Square Inch Of Silence : One Man’s search for Natural Silence in a Noisy World, New York, Free Press, 2009.
-MORESCO, Antonio, La lucecita, Barcelona, Anagrama, 2016.
-SERENA, Marc, BAYER, Edu, Microcatalunya. Un viatge pels pobles més petits, La Bisbal d’Empordà, Edicions Sidillà, 2016.
Webgrafía
-La web de la cooperativa : https://www.reviuresolanell.org/
Manel
On a beau dire qu’on est de la montagne, jamais on ne le sera autant que ces quatre-là. Il y a le manchot, l’amoché et les deux autres, l’un long comme un épi. Plantés là-haut, au bord du précipice, comme à l’affût du prochain départ, attendant de voir qui de nous reste là, en contrebas. Qui veut bien encore faire aller les jours dans le battoir à blé, qui est déjà parti vendre ses bras dans les usines de La Seu.
Jamais connu le village sans eux derrière, guetteurs minuscules, sentinelles sans armée. Un jour nous serons tous descendus, comme ceux de Sendes ou des Eres. Dans nos granges les ronces se lèveront à notre place. La tourelle cédera sous l’orage et le ciel de l’église effondré pour de bon laissera voir un ciel vide. Mais eux n’auront pas tremblé d’un pouce. Quand plus aucun de nous ne restera sur le versant, les quatre bonshommes seront là. Bientôt l’électricité arrivera, et sans personne à éclairer, mais eux s’en moquent. Face contre ciel, ils verront les mêmes aigles passer, puis d’autres, et les avions du prochain siècle.
On ne va pas les voir tous les jours et pour mieux les voir on les arrose un peu, ça les fait comme saillir de leur grisaille. Apparaît d’abord le grand tout fin à droite avec son sexe ballant, et puis les autres, tous bras tendus pour embrasser ou pour barrer la route. Avant de redescendre on les recouvre d’une pierre plate, ardoise contre ardoise. On les garde au secret. On ne veut pas qu’une gelée ou une main malfaisante les ébrèche. C’est qu’ils sont gravés là depuis dix mille ou cent mille années. On ne sait plus bien mais on y croit. Ils sont nos rejetons préhistoriques, ceux qui restent.