Apuntes sobre la comunidad idealizada
y lo difícil que es mirar el valle estando ciegos
“No lejos de nosotros, a la puerta de una miserable casucha y al
socaire, una vieja, teniendo en el halda a un gato al que acariciaba
incesantemente, contemplaba el valle.
-¿Cómo se irá posando el valle en el espíritu de esa pobre vieja?
-dije a mi amigo.
-¡Bah! ¡Se lo sabrá ya de memoria!
-Sí, el valle será un pedazo de su alma, el escenario de ella acaso; si se lo quitaran, moriría…, de seguro.
-Verás; le preguntaremos algo.
Y acercándose a la anciana, le preguntó:
-Diga, buena mujer, ¿cómo se llama aquel pueblerino que se ve allí a la derecha, sobre aquel altozano?
-¿El que tiene a su derecha, en lo más alto, la iglesia?
-El mismo.
-Aquél es Frajenuela. Pero…ustedes no son de aquí.
-No, somos forasteros.
-¿De la ciudad acaso?
-Sí, de la ciudad.
-¿Son ustedes los que vienen a eso del camino real?
-No; venimos nada más que de paseo.
-¿De paseo? –Y dejó de acariciar el gato.
-Sí, de paseo.
-Entonces son ustedes unos señores…No les extrañe que no lo haya conocido antes, porque como estoy ciega…
-¿Ciega?
-Ciega, sí, señores; llevo veinte años así. Salgo aquí y me paso el tiempo con este bribón de michino y viendo el valle…
-¿Viéndolo estando ciega?
-Como si lo viera, señor, como si lo viera…”
Miguel de Unamuno, La Ilustración española y americana, Madrid, 8 de agosto de 19001
El castellano dispone de varios adjetivos para hablar de un lugar sin habitantes: abandonado, solitario, despoblado, inhabitado, yermo, desierto, desolado, deshabitado. Todos estos términos tienen un equivalente en francés: abandonné, solitaire, dépeuplé, inhabité, désert, désolé menos el último, deshabitado. El verbo déshabiter y su adjetivo están en desuso. Tal vez porque el éxodo rural al que estas palabras remiten no se produjo al mismo ritmo a ambos lados de los Pirineos.
Si hablamos de lugares deshabitados (déshabités) o despoblados (dépeuplés) -este último adjetivo también puede ser sustantivo en castellano- se supone que dichos lugares han padecido un proceso, un cambio de estado entre lo habitado y lo no habitado.
Decir de un lugar que está deshabitado o despoblado no solamente significa que se trata de un espacio desierto sino que también viene a recordar que no siempre lo estuvo, que sufrió un vaciado de su gente.
Utilizar preferentemente la palabra deshabitado/déshabité y no la de inhabitado/ inhabité, permite insistir en el movimiento pasado del éxodo y no en su resultado. Si el castellano sigue empleando este verbo, en el fondo, puede ser porque, para algunos, subsiste el deseo de revertir este proceso algún día. Por esta razón, lo inhabitado ya no nos dice mucho; en cambio con lo deshabitado es diferente. Nos habla del déficit, de la ausencia que nos hemos llevado, de esta parte de lo rural que ha seguido a la gran mudanza hacia la ciudad y también de este deseo oculto de reconstituir una nueva comunidad a imagen y semejanza de lo que habría sido pueblo. Lo deshabitado no solamente nos habla de vacío: es la nostalgia de una sociedad perdida o aún por (re)construir, el sueño sin cumplir de una comunidad idealizada.
Durante la primavera del año 2017, Anaïs Boudot (fotógrafa), Marine Delouvrier (arquitecta e ilustradora) y Hervé Siou (doctorando en historia), ocasionalmente acompañados por otros artistas, hicimos un viaje por la España deshabitada. Salimos del estrecho de Gibraltar y subimos hasta los Pirineos en ocho etapas. Lejos de limitarnos al fenómeno de la desarticulación de las sociedades rurales, encontramos que el concepto de territorio deshabitado (y la revitalización de su traducción en francés) podía ser válido para pensar de manera simultánea varios fenómenos que situaban la cuestión del habitar en el centro de las problemáticas contemporáneas. En efecto, con el pinchazo de la burbuja inmobiliaria en 2008, España entra en una fase de recesión económica. En los años 2000, el país construía tantas viviendas como Francia, Inglaterra y Alemania juntas. Con la crisis se descubre la amplitud del desastre: inmensas infraestructuras inútiles, miles de viviendas nuevas y vacías. La crisis financiera y económica también es social: la tasa de desempleo se dispara, así como el coste de la vida, los jóvenes se marchan al extranjero… Muchas familias que acumulan deudas y ya no consiguen pagar la hipoteca o el alquiler, son expulsadas de sus casas. Las dramáticas consecuencias de esos desahucios repolitizaron profundamente la cuestión del habitar y las movilizaciones sociales que suscitaron, llevaron en parte a la creación de Podemos2.
Fenómeno coetáneo y parcialmente consecuente a la crisis inmobiliaria, se ha renovado el interés por la cuestión de la despoblación rural3. Es entonces cuando el mundo rural confirma una antigua vocación: abarca todo un imaginario de aspiraciones sociales nacidas en una sociedad urbana en un 80% y cuyo porvenir parece incierto. La literatura se interesó en el tema y después del éxito de la novela Intemperie (2012) de Jesús Carrasco y de los textos de jóvenes autores como Lara Molino (Por si se va la luz, 2013) o Jenn Díaz (Belfondo, 2011), empezó a hablarse de una literatura neoruralista. El ensayo de historia cultural que publica entonces Sergio del Molino, España vacía, evidencia el profundo trauma colectivo que representó el éxodo rural masivo que empezó en los años 1950. El libro rompe con un tabú y delinea un territorio olvidado e íntimo de la sociedad española, ese inmenso desierto humano, uno de los más vastos de Europa, en el que las densidades no superan los cinco habitantes por kilómetro cuadrado, y que llama – la expresión se popularizó – la “España vacía”4. Así, mientras que miles y miles de habitantes de las ciudades se ven desahuciados y miles de viviendas siguen desocupadas, cientos de pueblos en las regiones del interior sufren una desertificación rural empezada varias décadas antes y son abandonados. En el momento en que jóvenes titulados se marchan al extranjero por falta de oportunidades, es impactante la concomitancia entre estos dos fenómenos en las portadas de los periódicos.
La crisis revela también con crudeza la amplitud del déficit demográfico de una “España vacía” que la llegada de inmigrantes, ahora a la baja, había ocultado. De repente, las cuestiones estructurales de repartición de las personas en el territorio y de dinámicas demográficas pasan a ser temas de actualidad en un país que a partir del año 2012 pierde habitantes, cuando a Europa van llegando numerosos refugiados. Semejante contexto nos lleva necesariamente a interrogarnos sobre el habitar. ¿Puede todavía el habitar ser descrito a partir del paradigma del sedentarismo? ¿Es habitar, en el fondo, una cuestión de duración?
Señal de una concienciación ecológica en cuanto a la finitud del espacio terrestre, este cuestionamiento sobre España abarca necesariamente un enfoque global, ya que tiene que ver con la precariedad de un habitar colectivo amenazado. En efecto, la multiplicación de los espacios inadaptados a la vida cuestiona nuevamente la noción de habitabilidad5. En este sentido se tiene que discernir lo deshabitado de lo inhabitable, o sea de la “zona muerta”, el espacio en que ya no se puede vivir por las actividades humanas destructoras del medio ambiente. Además, recordemos que la sociología cuestiona desde hace mucho tiempo la disgregación de los vínculos sociales. Jean-Marc Besse señaló hasta qué punto habitar supone una forma de interacción social particular6. Por lo tanto se debe distinguir lo deshabitado de otro tipo de inhabitable, el no lugar, el espacio carente de relaciones sociales7.
Por otra parte, la transformación de los modos de vida occidentales y el aumento de las migraciones tienden a desdibujar la frontera entre lo habitado y lo inhabitado y lleva a renovar las nociones de movilidad y de anclaje. La geografía se interesó así por el crecimiento de las movilidades y por el nuevo nomadismo contemporáneo8. Influenciada por las investigaciones en filosofía que pretendían redefinir la noción heideggeriana del habitar como un ser-en-el-mundo, trató asimismo de refundarse en torno al concepto del habitar9.
Fruto de una actualidad marcada por la crisis económica, la urgencia de las cuestiones migratorias y climáticas así como por la renovación de las ciencias sociales, la recuperación y la ampliación del sentido de la palabra deshabitado permite interrogar simultáneamente varios fenómenos a priori muy distantes. Por eso definimos así lo deshabitado: un habitar particular, en el que se trata de remediar el desfase entre las capacidades de un territorio construido para un colectivo que forma una unidad y sus usos reales en términos de ocupación. La palabra designa así una forma de contradicción entre el espacio construido y sus habitantes; el término cuestiona una relación marcada por el exceso entre una edificación (hecha para durar) y un habitar (cambiante). Lo deshabitado nace en efecto de una forma de desfase de temporalidades que hace que no se cumpla la superposición ideal entre el espacio construido y la comunidad que alberga. Con lo cual, si habitar es “estar en algún lugar […] durante cierto tiempo”, deshabitar no es el contrario, sino más bien un modo singular de estar colectivamente en un territorio edificado pensado para una comunidad y el pueblo (en ambos sentidos) que realmente existe. Lo deshabitado entonces ya no designa únicamente un mundo rural en vía de abandono. Se extiende a las ciudades casi vacías o pobladas de manera temporal, frutos del heliotropismo y del turismo de masa en las costas del Mediterráneo y del Atlántico, o bien a los cada vez más numerosos pueblos del interior que no viven sino en verano e hibernan todo el resto del año.
Las ocho etapas de este viaje se interesan por una España de territorios construidos e antrópicos pero en la que los dos sentidos de la palabra pueblo, el lugar y el grupo humano, ya no se superponen o solo parcialmente, una España en la que la comunidad se escapa o se ha escapado de su territorio edificado porque el pueblo ya no existe, ya no existe como antes, porque se desplazó, porque sigue solo vivo en el recuerdo, atormenta con su pasado el presente, porque sus habitantes ya no forman o aún no forman un verdadero pueblo ya que sólo están de paso durante un verano, un fin de semana o el final de una vida.
Si bien el paradigma del habitar es el sedentarismo, es en el movimiento, observado a diferentes escalas temporales, más allá de una generación, como abordamos lo deshabitado. También en el movimiento, el de la travesía, tratamos de entender esa forma de habitar tan peculiar. Desde Tarifa hasta los Pirineos. Desde la Silla del Papa, con Marruecos a la vista, lugar de llegada de los migrantes africanos y pasillo de circulación que conserva las huellas acumuladas de las migraciones pasadas, como las de una sedimentación siempre renovada, uno entiende lo que hacer territorio podría significar, hacer sociedad en un lugar a través del tiempo. En Alquife, en la ladera norte de la Sierra Nevada, también lo supieron los habitantes. Desde que cerró la inmensa mina de hierro y que el pueblo de Los Pozos construido al lado empezó a ser utilizado como base de entrenamiento contra la guerrilla urbana por parte de los destacamentos militares andaluces, no consiguen olvidarlo. A la espera de que la mina reabra un día y mientras los soldados guerrean por el laberinto de las antiguas callejuelas, se acuerdan de Los Pozos. En Villa de Ves, en la provincia de Albacete, es la central hidroeléctrica la que dio a luz a un nuevo pueblo en el medio del cañón del Júcar. El pueblo era doble y se hizo triple. Y ahora casi todo el mundo se ha ido. Más lejos, cerca de Madrid, está El Quiñón, esta nueva ciudad nacida en Seseña que todos los periódicos decían “fantasma” porque muchos de sus pisos nuevos construidos en el medio de la nada aún no tenían vecinos. Y sus 3000 habitantes, ¿también eran fantasmas? El Quiñón es la exacta antítesis del éxodo rural: no es lo edificado antiguamente que se vacía sino lo recién construido que tarda en llenarse para formar un nuevo pueblo. Mientras tanto, en Sarnago, cerca de Soria, la lucha numantina para preservar el pueblo de la despoblación no se detiene. Hace ya más de treinta años que Sarnago no quiere morir. En cambio, para el antiguo Rodén, parece un poco tarde. A no ser que… Aquí las bombas de la guerra civil destruyeron el pueblo erigido sobre la colina pero parece que el nuevo, al pie y a la sombra del antiguo, quiere prorrogar un poco más la existencia de su hermano mayor. En Mediano, si algún día las nubes se cansan de descargarse sobre los Pirineos, el pueblo podría resurgir del agua. Hoy en día, se encuentra sumergido bajo las aguas de un pantano y sólo la sequía hace emerger de cuando en cuando el campanario de la iglesia que se mantiene en pie. Sin embargo, siguen vivos el recuerdo y el traumatismo de la subida de las aguas. Y finalmente está Solanell, última etapa, con Andorra y Francia a la vista: un pueblo de montaña abandonado desde hacía décadas y que quisiera volver a la vida.
Sin pretender ser exhaustivos pero con la firme convicción que cada uno de estos territorios nos dice mucho, a través de nuestros respectivos medios de expresión, hemos decidido dibujar el retrato oblicuo de cierta España. ¿Qué es lo que la fotografía, las palabras y el dibujo nos pueden decir de un territorio vacío y sin embargo lleno de presencias? En estos lugares, hemos intentado poner a prueba los límites de nuestras prácticas y de nuestros enfoques respectivos. Cierto es que la ausencia no se representa. Se siente. Además, es una construcción social. En cada uno de esos territorios, la profusión de sentidos y de lecturas, la riqueza de cada uno de sus habitantes quedan aún y para siempre por explorar. No pretendemos dar cuenta de ella. Al multiplicar la diversidad de los puntos de vista, este viaje quisiera proponer un diálogo de sensaciones. Imágenes, textos y fotografías quisieran expresar algo juntos haciéndose ecos, de manera conjunta y complementaria, contrastando o al unísono. Dar a conocer lo deshabitado jugando con nuestras representaciones, sensibilidades e intercambios.
La serie de ocho reportajes que proponemos es el resultado de un trabajo colectivo que surgió de varios encuentros en la Casa de Velázquez entre sensibilidades diversas y un mismo común por las problemáticas del territorio español y su historia. España deshabitada propone una libre circulación entre las ciencias sociales y las artes, así como entre Francia y España. Como una deambulación geopoética por el habitar en movimiento, España deshabitada pretende cuestionar nuestra manera de habitar en el tiempo y de hacer territorio.
Este viaje es una busca, una búsqueda para agarrar un pasado a punto de ser olvido, un porvenir aún no acontecido pero siempre proyectado, eternamente inacabado, lo que crea, en resumidas cuentas, la incompletud de una comunidad. No hemos buscado la autenticidad, no corremos detrás del folclore y de las tradiciones. Sabemos que la comunidad ideal no existe y que perseguimos una ilusión pero es justamente con ella que nos gustaría jugar, interrogándonos sobre nuestras fantasías. Por tanto, hemos avanzado a la vez en contra y con nuestros prejuicios, sin disimularlos, conscientes de que nuestra mirada estaba seguramente más velada que la de la ciega que evoca Unamuno.
Este viaje quisiera ser muchas cosas pero a menudo se parece a esta mujer que, a pesar de su ceguera, sigue mirando el valle : “Como si lo viera, señor, como si lo viera”. A ver si conseguimos percibir algo estando ciegos.
Notas bibliográficas